En estos días de pre-menstruación la ansiedad me visita a tiempo completo. Logro avanzar algunas cosas, pero mi concentración no es estable y no disfruto la tarea de corregir mi texto: ese buscar, cual detective en proceso de digestión, los argumentos principales, ponerlos en relieve, jerarquizar las ideas y evitar la excesiva descripción. Pero bueno, me doy la licencia de desviarme de mi trabajo y escribir otras cosas. Estas cosas.
Le escribí a KJ. preguntándole qué nos gustaba hacer de niñas y me dijo que pintábamos, que hacíamos origami, manualidades. ¡Lo recuerdo! y quisiera volver a esas ocupaciones pero, antes, necesito poner en palabras unos recuerdos, una historia.
A propósito de la visita de G. hace unos días, recordé lo que fue mi estancia en Barcelona, donde G. se encuentra ahora, y donde yo me encontré hace 8 años. Lo escribo y me cuesta creer qué rápido pasaron ya 8 años. Inicialmente, no imaginé ir a Barcelona. Tenía todo preparado para hacer las prácticas de la maestría en la Universidad de Liverpool, donde trabajaría sobre los community land trust, un programa municipal en cooperación con la universidad. Se quería crear un parque de viviendas que se regulara fuera de las reglas del mercado. Todo esto encajaba en una filosofía -o más bien, en una ideología- del filantrocapitalismo que, si bien me hacía mucho ruido, me parecía que tenía posibilidades como política pública a replicar en otros contextos. Ya no lo creo.
Tenía todo listo para ir a Liverpool, pero la visa me fue negada por la embajada de Reino Unido en París. Recuerdo que el día que fui a recoger mi pasaporte no entendí lo que pasaba. ¿Por qué me negaron la visa? Semanas después, dos profesoras de la maestría me dijeron que en UK tienen una cuota étnica para dar visas. Aunque en ese momento creí fielmente que era eso, que se trataba de un racismo institucionalizado, ya después de victimizarme pienso también que debí solicitar una visa de estudiante y no una de trabajo. En fin.
Salí de la embajada, estaba furiosa y triste y perdida en París, con las hormonas revueltas, como ahora. Caminé, estaba cansada, era verano, pero seguí caminando. No conocía París, había paseado un poco tres años antes, en un viaje que hice con C. Me parecía una ciudad grande, pero también sentía que no había forma de perderme. Y en ese momento necesitaba perderme. Recuerdo ahora un poema de Vallejo:
Ese mismo día viajé desde París a Chambery. Tomé metro, un auto compartido y tren. De hecho, me vino la regla en el auto. No sé cuántas horas viajé, pero me sentía agotada, muy frustrada, triste. Recuerdo haber llegado muy tarde a la Gare de Chambery, C. me esperaba en la bicicleta, y en lo que duró el camino a la casa llovió un poco. Era medianoche, no sabíamos que unas semanas después nos iríamos a separar.
Necesitaba un plan alternativo al de Liverpool, y fue así que surgió la idea de ir a Barcelona. La motivación me la dio Horacio Capel, ese geógrafo al que admiraba por algunas cosas suyas que leí en mi formación, así que le escribí sin mucha esperanza. Para mi sorpresa, me respondió muy rápido diciéndome que las puertas estaban abiertas para hacer prácticas ahí. Y así fue que llegué a Barcelona, bastante atareada, buscando escapar de mí misma, o más bien, de una versión de mí. Buscándome, buscando reconstruirme, porque el último año antes de pisar esas calles fue demoledor. Acababa de terminar una relación sin entender completamente el porqué, solo sabía que no me sentía bien, que algo mío estaba ausente en ese momento. No será sino hasta unos años después, y varias horas de psicoanálisis, que logré hacer sentido a las experiencias y las emociones que vivía en esos días. Tal vez aún hay cosas que saldrán de ahí; acá estoy, esperándolas.
Recuerdo que mi primer día en Barcelona coincidió con la fiesta de la Mercè. De pronto me encontré deambulando por las calles del barrio gótico con mi mochila llena de objetos valiosos, siguiendo a la marea de gente. Recuerdo que la mochila me pesaba, que estaba vestida con una falda verde y con mis botas Martens azules. Era el final del verano, y mi objetivo era encontrar una casa donde quedarme los siguientes cinco meses. Me recuerdo como un soldado, como una máquina: estaba firme, moviéndome.
El primer piso que visité lo busqué antes de llegar a Barcelona, recuerdo que la llamada telefónica fue divertida, creo que a mi interlocutor le pareció curioso que llame desde Francia. Al llegar a la puerta, en pleno corazón del Raval, apareció un chico alto con el pelo azul. Me pareció guapo, se llamaba R. En el primer piso, R. tenía un espacio cultural, y en el segundo vivía y alquilaba habitaciones. El cuarto en cuestión resultó ser una cama de dos plazas dividida por una madera y una cortina. Creo que los ojos se me desorbitaron cuando vi eso. Encima, yo llegaba a la ciudad a trabajar sobre cuestiones de vivienda. Le dije que el espacio no me parecía adecuado y me fui. A él lo noté un tanto avergonzado, aunque ahora dudo que haya sido verguenza lo que expresó; fue más bien verguenza ajena. Días y meses después fui a su club, ahí leí algunos poemas y también un pasaje de Los Detectives Salvajes. Era un ambiente de posibilidades.
La búsqueda de piso siguió, y recuerdo particularmente otros dos encuentros. Uno fue en el barrio Gótico, se trataba de un piso en el último techo de un edificio de 4 pisos, con una terraza que daba a la calle, y una decoración que me pareció muy pija. Había unas tablas de surf, salió una chica rubia -que no me saludó, y me pregunto si siquiera me vio- y habló con el encargado que me hacía la visita, igual de rubio como ella. No me dio buenas vibras y además me pareció muy caro. El tercer recuerdo que tengo es el de un piso en la margen derecha del Eixample, en el carrer del Consell de Cent.
Recuerdo que llegué a la puerta, me habían advertido que llegara puntual porque había varias visitas programadas para ese día. Recuerdo que éramos tres chicas, una de ellas con el cabello frisado, lindo. Entramos. Subimos al tercer piso y ahí nos recibió en la puerta una chica muy enérgica. Recuerdo sus ojos azules grandotes, mirándome con luz en el rostro. No sé de qué empezamos a hablar, pero no paramos. De pronto ya estaba yo contándole que había llegado a hacer unas prácticas, que estaría en la Universidad de Barcelona, que soy peruana, en fin. Recuerdo particularmente una imagen: conversábamos en la terraza, hacía calor, el sol entraba hacia ese cuadrado grande que, como lo aprendí después, diseñó Cerdá para garantizar el buen uso de los espacios; hacia ahí llegaban las risas y los gritos de unos niños jugando en la escuela. Recuerdo a una señora limpiando su casa. Unas palmeras.
Esa misma noche recibí un mensaje diciéndome que había sido elegida para ingresar al piso. Me sentí afortunada, cual modelo en un certamen de belleza, en un certamen de encantos. De hecho, hubo una mutua seducción en ese momento, jugué todas mis cartas para resolver mi necesidad de vivienda. El cuarto que finalmente elegí era el más pequeño de la casa, pero lo suficientemente grande como para dormir y dejar mis cosas. Y fue así como conocí a Susana, esa chica del pelo frisado lindo, y a Catalina, la de los ojos azules grandotes, que se convertiría con el pasar de las horas en mi amiga.
El hostel donde me quedaba se llenó de chinches, nos pidieron que nos fuéramos porque iban a fumigar. Así fue como, un día antes de mi cumpleaños, tuve que cambiar de hospedaje a otro que me gustaba menos. Ese cumpleaños fue particularmente amargo, el dolor de la separación latía caliente. Encima recibí una carta de mi padre, que me bajoneó, pero luego recibí flores de mi amiga K., que me atemperó el corazón. Por la noche salí con Catalina y otras personas, fuimos a un bar del Raval, lo pasamos bien. Al día siguiente, primero de octubre del 2015, empezaba mi contrato y me mudé al piso.
He caído en cuenta que en esas épocas barcelonenses dejé de escribir este blog.
Acá estoy, recuperando pasos.